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Toqui. Guerra y tradición en el siglo XIX

Las heridas del pasado no dejan de ensangrentar nuestro presente. La ocupación militar de la Araucanía, ocurrida hace casi 150 años, permanece dolorosamente viva para las y los descendientes de quienes entonces resistieron la embestida del estado chileno, y todas las embestidas que vinieron después. La independencia perdida, las tierras despojadas, la cultura menospreciada y la pobreza inducida, con la consiguiente y masiva expulsión fuera del territorio ancestral, son sombras que oprimen el día a día de quienes se reconocen y se sienten herederos de esa rica y orgullosa tradición. El paso de las décadas no mitiga el desconsuelo ni apacigua la rebeldía, como lo demuestra un movimiento de reivindicación mapuche que ha acompañado cada uno de los minutos de la postdictadura, y que al momento de escribir estas palabras se muestra más vivo e insumiso que nunca. Tan insumiso como obcecada ha sido la negativa de las autoridades chilenas para asumir la enormidad de su responsabilidad, y la urgencia de la reparación.

Fernando Pairicán conoce bien esta historia, como mapuche, como militante y como historiador. En esta última dimensión, que es la aquí nos convoca, ya ha producido dos importantes estudios sobre la coyuntura más reciente, que pese a la juventud de su autor van camino de convertirse en clásicos: Malón, sobre las resistencias desatadas junto con el inicio del período postdictatorial, y la biografía de Matías Catrileo, una de las víctimas más emblemáticas de ese proceso insurreccional. Quien quiera compenetrarse en profundidad de los agravios, las razones y los sueños que han alimentado estos sucesos, más allá de la referencia simplista o la caricatura mal intencionada que suele rodear su cobertura mediática, no debe dejar de leer estas obras. De alguna forma, ellas sirven de sustento a las continuas y periódicas intervenciones de Fernando en el debate público, que han hecho de él uno de los más reconocidos exponentes de una joven intelectualidad mapuche que ha puesto sus talentos y su formación profesional al servicio de su causa.

Pairicán agrega un capítulo más a una obra ya consolidada, y que se anuncia igualmente fructífera hacia el porvenir.  Como buen historiador, ha decidido retroceder en el tiempo en busca de las raíces primeras de las luchas que le ha tocado presenciar

En esta oportunidad, Pairicán agrega un capítulo más a una obra ya consolidada, y que se anuncia igualmente fructífera hacia el porvenir. Como buen historiador, ha decidido retroceder en el tiempo en busca de las raíces primeras de las luchas que le ha tocado presenciar en sus propios días, y que han quedado plasmadas en sus trabajos anteriores. En este caso, se remonta a las décadas que precedieron a la arremetida final del estado chileno, para levantar una radiografía de la sociedad mapuche que se vio sometida a esa prueba, y para explorar las estrategias y los mecanismos mediante los cuales asumió y trató de revertir dicha amenaza. Haciendo arrancar su análisis desde las postrimerías del período colonial que algunos han descrito como la “edad de plata” en la historia de su pueblo—Pairicán se vale de la biografía de Mañilwenü, el más destacado líder mapuche de aquellos años (además de ser el “toqui” que inspira el título del libro), para acompañar esa última etapa del Arauco independiente hasta el umbral mismo de la ocupación militar. Se trata, por tanto, de una historia de lo que podría denominarse “la antesala de la tragedia”.

Son varios los elementos que dan a este trabajo una notable originalidad, más allá del cumplimiento de las exigencias habituales de pertinencia temática, rigurosidad metodológica y sustento empírico que son propias de toda realización historiográfica seria. En primerísimo lugar, se trata de una historia contada desde la mirada mapuche. Combinando diestramente elementos antropológicos, tradiciones trasmitidas por vía oral, y una lectura “al trasluz” de la documentación histórica más convencional (como nos han enseñado a hacerlo los subalternistas de la India), Pairicán se las ingenia para recuperar, o al menos para inferir, una versión de los hechos que no estamos acostumbrados a encontrar en una historiografía encorsetada bajo los parámetros del discurso colonizador, o limitada por los silencios de un repertorio—el mapuche—que ha sido eminentemente oral. Hay que reconocer que hasta los más empáticos entre los investigadores del pasado mapuche se han visto forzados a situarse, sobre todo para esos períodos tan pretéritos, de este lado de la frontera. Esta obra, en cambio, aunque reconoce la existencia de dichos límites, se esfuerza por trascenderlos mediante herramientas que le proporciona la propia disciplina, pero también su íntima compenetración con las coordenadas culturales e identitarias dentro de las que se desenvuelven sus personajes. Y aunque mi propio punto de mira también se sitúa del lado de acá de la frontera, me parece que es una estrategia que se ha visto coronada con el éxito.

Por otra parte, y por mucha afinidad que exista entre la posición del autor y las tribulaciones de los protagonistas de su obra, debe reconocerse que Pairicán se ha esmerado por evitar el sentimentalismo ingenuo o el cultivo de estereotipos, trampas que siempre acechan a la historiografía “comprometida”. Lejos está su reconstrucción de pulsar la cuerda de la victimización plañidera, optando más bien por explorar los mecanismos y las estrategias mediante las cuales se procuró evaluar y administrar la amenaza winka, postergando en varias décadas un desenlace que podría haber sido mucho más fulminante. Lejos también de idealizar un frente monolítico entre los integrantes de una comunidad que también exhibió fracturas, vacilaciones, e incluso actitudes de franca colaboración con el enemigo, como lo revela la trayectoria también reconstruida de Lorenzo Kolüpi, una suerte de anti-héroe de este relato, pero cuyo tratamiento por parte de Pairicán dista mucho de la lectura en blanco y negro o de la condena facilista. Lejos también, por último, de alimentar la visión esencializada del pueblo mapuche como un pueblo intrínseca y casi genéticamente volcado al cultivo de la guerra. Como lo demuestra su argumentación, el recurso a la guerra fue en esos tiempos solo un componente más (a la postre inevitable) de una muy compleja estrategia de resistencia que transitó con más frecuencia por los caminos de la política que por los campos de batalla. De esta forma, el lugar común del guerrero mapuche eterno e inmutable cede ante la imagen mucho más creíble de un pueblo que organiza y vive su vida de la mejor manera posible, y que enfrentado a un desafío que se presiente (justificadamente) fatal, diseña mecanismos—incluyendo el de la guerra—encaminados a su defensa. Es decir, lo que haría cualquier persona o cualquier pueblo sometido a un trance de esa naturaleza.

Pairicán se ha esmerado por evitar el sentimentalismo ingenuo o el cultivo de estereotipos, trampas que siempre acechan a la historiografía “comprometida”. Lejos está su reconstrucción de pulsar la cuerda de la victimización plañidera, optando más bien por explorar los mecanismos y las estrategias mediante las cuales se procuró evaluar y administrar la amenaza winka, postergando en varias décadas un desenlace que podría haber sido mucho más fulminante.

Dicho lo mismo desde otro ángulo, es destacable la delicadeza con que el autor entrelaza su voluntad de rescatar las agencias y las lógicas de sus protagonistas con su circunspección para evitar las polaridades reduccionistas o la caricatura de los actores de uno y otro bando, ya sea en clave de glorificación o denuncia. Sin pretender en absoluto una neutralidad a la que esta historia (o cualquiera) mal podría prestarse, su preocupación se encamina más bien a rescatar y subrayar la tremenda complejidad de los procesos estudiados, o a relevar dimensiones poco conocidas y menos comprendidas del quehacer de sus sujetos, que a redactar un texto en clave panfletaria—un desafío del que no siempre salen airosos quienes abordan historias tan polémicas como la que aquí se reconstruye. Aunque muy honesto en reconocer el lugar en el que se sitúa y el sentido reivindicatorio de su trabajo, Pairicán es puntilloso en destacar los matices y claroscuros que abundan en su objeto de estudio, y sobre todo de explorar los sentidos, casi siempre obnubilados por el discurso colonizador, que sus sujetos procuraron darle a sus acciones.

Mucho más podría decirse en enaltecimiento de esta obra, traicionando el sentido de brevedad que corresponde a un prólogo. Quede el descubrimiento de esos méritos adicionales entregado a la curiosidad de la lectora o el lector. Pero lo dicho es suficiente, creo, para advertir que estamos en presencia de un trabajo que no es solo original en su abordaje, fecundo en su metodología, macizo en su base empírica, y diestro en el manejo de su contexto histórico—cualidades todas muy bienvenidas en cualquier producto historiográfico—sino también, y por sobre todo, muy oportuno y muy necesario para la coyuntura que vivimos, donde los fantasmas de Mañilwenü y las fuerzas chilenas de ocupación siguen atormentando el mundo de los vivos, y reproduciendo un drama que quisiéramos ver superado. Pueda ser que el esfuerzo de Fernando Pairicán, cuya publicación se produce, en afortunada coincidencia, con el más que merecido otorgamiento del Premio Nacional de Literatura a Elicura Chihuailaf, augure y aporte a la construcción de esos tiempos mejores. Tiempos en que los fantasmas puedan finalmente encontrar la paz, y las heridas del pasado dejen de sangrar sobre el futuro.

Prólogo de  Julio Pinto Vallejos

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